viernes, 25 de noviembre de 2016

Misericordia

Paseo entre las playas de Mourisca y Das Fontes. Vigo.
misericordia. (Del lat. misericordîa). f. Inclinación a sentir compasión por los que sufren y ofrecerles ayuda.

No llegas a conocer el alma de los amigos, la segunda familia que haces en la vida, hasta el día que deciden revelarte aquella historia extraordinaria que guardan en su memoria de forma secreta y silenciosa. Cuando lo hacen, quizás se deba a que por fin dieron con la persona con la que se encuentran a gusto, circunstancia que no siempre sucede.
Esta fue la impresión que te llevaste al conocer la revelación que tu amiga te hizo aquella noche, mientras contemplabais la ría de Vigo sentados en un banco ubicado en el paseo de madera que conduce desde la playa de Mourisca a la de Das Fontes.
La admiración del extraordinario paisaje nocturno que desde allí se divisa, con el mar batiendo a vuestros pies, y cuya vista alcanza las localidades de Cangas de Morrazo y Moaña, perfectamente delimitadas por puntos luminosos a modo de píxeles, pudo ser la motivación para que tu colega se sincerara y decidiese hacerte partícipe de una experiencia que te dejó estupefacto.
Ella te advirtió que nunca había desvelado esta vivencia a ninguna otra persona porque sabía de antemano que no la entenderían y porque en el ejercicio de su profesión “determinados hechos suponen fuertes impactos emocionales que nunca olvidas porque te marcan para siempre”, según puntualizó.
En la época en la que sucedió el relato, tu amiga trabajaba en el Hospital de Soria y allí fue donde conoció a Luis, con treinta y tres años y desahuciado por contraer el sida como consecuencia de compartir jeringas y pretender meterse en vena lo que fue incapaz de asumir y desafiar de forma frontal. Su existencia desgraciada.
Luis no tuvo estudios pero sí educación y respeto por todo lo que le rodeaba. Ella lo recordaba siempre solo en su habitación. Nadie lo visitaba. No tenía amigos ni familiar alguno que mostrase un mínimo de interés por él. Tampoco recibía llamadas, ni recados, ni mensajes, ni misiva alguna que llegase de fuera de los límites de la región de Castilla León en donde se encontraba, porque eso era otro inconveniente, sobrevivir en un lugar que para él significaba existir en tierra de nadie.
La única vida social la hacía con personas desconocidas enfundadas en batas blancas con las que hablaba de forma puntual, cuando entraban en su habitación durante unos breves minutos para controlarle la medicación o cualquier cuestión relacionada con su decrépito estado de salud. Una situación sin  reversión alguna, sin piedad ni perdón, ante la que solo te queda esperar a pesar de que te resistas a admitirla.
En esas condiciones, por muy joven que seas, la llegada de la muerte se atisba de una forma lenta pero inminente. Es el instante final del abandono de nuestro cuerpo, que nos resulta inimaginable e inenarrable porque nadie ha vuelto para contarlo.
Las pocas perspectivas que ofrecían dicha situación fueron las que motivaron que tu amiga estuviese más pendiente de Luis y, al mismo tiempo, mantuviese una discreta y profesional distancia emocional con él. Ella sabía que este joven enfermo tenía las semanas contadas. La supervisora de planta también se lo había advertido, al igual que al resto de sus compañeras sanitarias, pero para tu colega esto no era óbice para no acompañar a quien lo necesitaba, simplemente por hacerle compañía y ayudarle a sobrellevar sus últimas semanas de existencia.
Así, ella le dedicó todo el tiempo libre del que dispuso durante casi tres meses visitándolo después de finalizar su trabajo diario. De igual forma estuvo a su lado durante los fines de semana y todas las tardes de las que dispuso libre de compromisos y recados para brindarle su compañía, su mirada y escuchar lo que Luis le quisiera contar.
Esta actitud no es de extrañar, porque tu amiga entiende que el ejercicio de la profesión de enfermería no se ciñe de forma exclusiva a suministrar medicación y hacer curas. “A veces recibir una sonrisa o una palabra amable puede ser tan importante como las medicinas”, sostenía en un tono de voz de sincera humildad.
“Cuando una persona enferma terminal está en un hospital”-continuaba-, “es muy vulnerable, y casos como el de Luis no solo consisten en cuidarlos, sino en tratarlos con amabilidad, con cariño y, sobre todo, escucharlos”.
En aplicación de este principio, la percepción que tuvo de ese chico era la necesidad de contar con alguien que le prestase atención y con quien no sentirse juzgado ni censurado. Durante sus largas visitas, Luis le desveló que había perdido a su mujer y a su hija pequeña en un accidente de tráfico. A raíz de ese terrible suceso, el camino por el que optó fue la delincuencia para obtener sus dosis diarias para sobrevivir a los fantasmas que le acompañaron como el aire que respiraba.
Luis sostuvo que tal mortificación le llevó a convertirse en un auténtico forajido cuya actividad principal fue asaltar bancos para terminar con sus huesos maltrechos en una dura y fría cama de una penitenciaria cualquiera de la Península. A partir de este punto de inflexión, si a comienzos de la década de los 90 enfermabas de sida, ya te podías hacer una idea de cuál sería el coste del peaje de tu trashumancia por el resto de la vida.
De esta manera, una tarde tras otra y un fin de semana tras otro fueron las que tu colega enfermera estuvo escuchándolo, a la vez que constataba cómo mejoraba emocionalmente y evidenciaba una profunda sensación de paz.
Para tu camarada esta forma de actuar “es una de las maneras de aliviar a una persona”, al tiempo que hacía hincapié -ante el hecho descrito- en “la necesidad de calmar su sufrimiento ya que los secretos no dejan de ser losas que guardamos en nuestra memoria hasta el momento que decidimos expresarlos en voz alta, y es cuando nos liberan”.
“No se trata de lamentarse por el tiempo que se podía haber aprovechado, sino por expresar los sentimientos que hemos sido incapaces de mostrar a aquellas personas por las que sentimos un profundo amor y una gran ternura”, destacaba tu amiga con total certeza.
Conocer estos gestos y la verdadera compasión de tu amiga con ese chico. La capacidad de dedicación y generosidad con un enfermo desconocido, más allá de la labor profesional que desempeñaba, y la manera de plasmarte cómo entiende y asume su profesión, haciéndote partícipe de su sentir y con una ausencia de retórica en sus palabras, te sonó a un testamento espiritual por su parte.
Percibir este cúmulo de detalles de esta amiga fue lo que casi te revienta el alma en ese instante, al comprender que a tu lado tenías sentada a quien podrías considerar una verdadera protectora.
Las largas conversaciones entre Luis y tu compañera también le ayudaron a aceptar los derroteros de las decisiones que tomó en su vida. Equivocaciones ante las que mostró su reconocimiento de forma tranquila y callada, porque sus  frases siempre concluían con un largo silencio y con la mirada cabizbaja.
Sin embargo, la manera de proceder de tu amiga también llevó a Luis al lógico y equivocado pensamiento basado en que ella podría tener otra intención. El propósito que él anhelaba antes de abandonar su cuerpo fue que alguien le quisiera y le mostrará cariño más allá de una amistad. Necesidad que también podía interpretarse como un guiño a su último intento por aferrarse a la vida.
El instinto de supervivencia conducía a Luis al deseo de retomar una nueva vida, pero ya era demasiado tarde y aunque no hubiese sido tarde, ella tuvo muy claro en donde estaba la distancia que nunca traspasó.
A pesar de todo, a Luis de poco le sirvió ese atisbo de ilusión al anunciarle uno de los médicos que en breve sería trasladado a una residencia para personas abandonadas y enfermos de sida ubicada en Madrid.
Si bien esta noticia la asumió como una novedad que rompía la rutina de su estancia hospitalaria, no fue hasta el momento de organizar su pequeño equipaje encima de la cama, cuando se percató de que su traslado forzoso a la residencia madrileña significaba quedarse solo una vez más.
La soledad y el abandono eran el reflejo de la última y la única losa de la que no podía desprenderse, mucho mayor que la propia muerte anestesiada bajo sedantes.
La mañana de su partida ella había llegado minutos antes a su habitación para despedirse pero Luis ni la miró y se limitó a responderle con monosílabos. La angustia de pensar que se volvía a enfrentar al desamparo generó en él un comportamiento distante ante quien había sido su única acompañante, su amiga enfermera, su última amiga, porque sabía que al abandonar ese hospital ya no tendría a nadie más que mostrase interés por él y por su aciaga situación.
Luis no quería ni hablar y en un momento en el que ella se ausentó al ser reclamada en su labor, él abandonó de inmediato la habitación, sin tan siquiera despedirse, para entrar en la ambulancia. Era su forma de mostrar su enfado y frustración por verse obligado a abandonar el Hospital de Soria, por verse forzado a dejar de verla.
La cama de un hospital cualquiera.
El comportamiento de Luis originó una profunda tristeza en tu colega, a quien también le tocó sobreponerse a la amargura de ese chico durante todas las semanas que le dedicó, a tenor de los relatos de las vivencias que iba conociendo de él.
Pero no fue hasta a la semana siguiente cuando se produjo un hecho que cambió el sentir y el desconsuelo de tu compañera. En la planta del hospital donde trabajaba alguien pronunció su nombre en voz alta para entregarle una carta que había llegado para ella.
La misiva era de Luis y en un folio lleno de faltas de ortografía y algunos tachones le mostraba su más sincera disculpa por su comportamiento cuando abandonó el centro hospitalario. A la vez le agradecía, con un hondo sentir en su dificultosa caligrafía, la dedicación de su tiempo extraordinario dejando entrever su último gesto de ternura y cariño con esa enfermera que no hizo más que estar a su lado sencillamente para acompañarlo y escucharlo.
Siempre has pensado que en algún momento de nuestra existencia es probable que a nuestro protector, ángel custodio, o como desees nombrarlo, le toque despedirse de nosotros porque ya hizo todo lo que podía hacer para que siguiésemos adelante. Quizás tu amiga pudo ser la personificación de ese misterioso y sigiloso acompañante de nuestra vida –que tú siempre imaginas como una mujer- al presentarse ante ese joven enfermo en el momento que más lo necesitaba.
Y  eso fue lo que hizo esta joven enfermera, acercarse a Luis para ayudarle a despedirse de su existencia, de la misma forma que su compasión y amor altruista se juntaron para apoyarle en su marcha de este mundo.
Fiel a su educación y a sus valores, ella contestó a Luis de inmediato mostrándole su cariño y agradecimiento por la consideración de sus palabras. Él ya no respondió a la misiva de tu amiga. © Copyright 2016


jueves, 6 de octubre de 2016

Flore de Maillard, un regalo para el alma

Iglesia del Monasterio de Sobrado dos Monxes.
Verano. Una estación que nunca soportas. No aguantas el calor pese a haber nacido donde naciste. Por esta razón, en este período del año, cada vez que te diriges a cualquier lugar, aunque estés de turismo, el camino se te hace más largo de lo habitual y profundamente soporífero. Pero en esta ocasión fue diferente. Gracias a la paciencia para sobrellevar el bochorno de aquel día, tuviste la suerte de vivir una experiencia difícil de olvidar.
Aquella tarde de agosto te dirigiste con tu coche a uno de los cenobios más antiguos existentes en Galicia, el Monasterio cisterciense de Santa María de Sobrado, o Sobrado dos Monxes, como más te gusta llamarlo y también como se le conoce de forma popular.
A esas horas, pese a lo avanzado de la tarde, aún hacía un calor infernal y por no bajarte antes de tiempo optaste por atravesar el primer pórtico con el vehículo, cuyo interior parecía una nevera, debido a la manía que tienes de regular el aire acondicionado por debajo de los dieciocho grados de temperatura. Al momento te arrepentiste al darte cuenta que existen lugares en los que uno nunca debe adentrarse con el coche pese a que esa licencia esté permitida.
El acceso al recinto monacal lo precede un estrecho túnel en granito, que da nombre a la antigua Casa de las Audiencias del monasterio, la Casa del Arco. Edificación cuya entrada significa la frontera entre la vida mundana -la plaza del pueblo de Sobrado flanqueada por un par de cafeterías con terrazas y niños jugando por las inmediaciones-, y el recogimiento propio y silencioso en el que, de inmediato, te encuentras inmerso una vez que traspasas la galería que conduce a los terrenos del monasterio.
Una vez en su interior aparcaste debajo de unos robles -con la idea premeditada de buscar sombra a toda costa en cuanto te bajases del vehículo- para, acto seguido, caminar por la explanada de hierba seca hasta llegar a la Portería, situada a pocos metros en el edificio anexo a la derecha de la fachada principal de la iglesia.
Vista parcial del claustro de los medallones.
Después de pagar el coste simbólico que te permite visitar los dos claustros -el de los Medallones y el de los Peregrinos-, además del propio templo, la hospedería y el albergue, siguiendo un pequeño plano que te facilitaron en la entrada, enfilaste tus pasos en dirección a la sacristía, desde la que accediste a la iglesia en busca del lugar más fresco que pudieses encontrar. Porque esa es otra noción que guardas en la memoria de los veranos de tu infancia en Sevilla. En pleno mes de agosto no existe otro lugar más fresco y cómodo en la ciudad andaluza que el interior de la propia Catedral hispalense. Y en esta ocasión tampoco te equivocaste. Esa tarde, bajo las bóvedas de la iglesia de Sobrado dos Monxes había una diferencia de temperatura de casi diez grados menos respecto al exterior, y con cierto alivio pensaste “Chaaacho… esto ya es otra cosa”.
Tu particular curiosidad te llevó por el interior del templo a la sobria capilla de San Juan Bautista, ubicada a la izquierda del altar, una construcción románica en la que destacan la parquedad de sus elementos decorativos, para proseguir por la capilla del Rosario cuya ejecución de la obra data del siglo XVII.
A continuación, y con la discreción que impone el silencio que reina en el interior del templo, en donde la humedad en la piedra de granito cohabita con el musgo en sus zonas más expuestas al sol, volviste sobre tus pasos para adentrarte, a través de un pequeño túnel en zigzag de estilo renacentista, hasta alcanzar el final de la sacristía. Aquí te deleitaste contemplando un fresco realizado en una pared en la que todavía figuran los denominados doctores de la iglesia latina: San Jerónimo; San Gregorio; San Agustín y San Ambrosio. Este lugar es una sala de base cuadrangular, coronada en su techo por una pequeña cúpula esférica, que antaño albergó reliquias de vete tú a saber quién…
En ese preciso instante fue cuando sucedió lo mejor que te puede ocurrir cuando visitas un monasterio o una iglesia románica. De súbito, las paredes de esa sala se hicieron eco de una voz, una voz femenina que entonaba un canto religioso, circunstancia que no suele ser habitual salvo que te encuentres en el Monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas, en Burgos, en donde recordabas haber escuchado por última vez a un coro de monjas, casualmente también cistercienses, como la comunidad que reside en Sobrado dos Monxes.
La reverberación de aquella voz de mujer te sumió en un estado de profunda serenidad que envolvió tu cuerpo hasta estremecerte. La sensación fue de tal magnitud que todavía no recuerdas cómo retrocediste sobre tus pasos sin tropezar en los cantos de las losas cuadradas del suelo. Estabas absorto, maravillado, y tu respiración se volvió profundamente suave.
Aquella interpretación te cautivó porque era un concierto muy limpio, con un desarrollo tonal y armónico perfecto, tanto que incluso te llegaste a decir “pedazo de cd”. 
Cada minuto que transcurría te quedabas más atónito por la extraordinaria sonoridad del lugar, en donde, sin embargo empezabas a extrañarte de no ver ningún altavoz en tu recorrido de vuelta al altar mayor.
Pero si no había altavoces –como ya te habías percatado-,  si no se encontraba nadie en el coro y tampoco en el altar, ni en las capillas adyacentes, ni al pie de alguna columna, entonces ¿de dónde venía esa voz que atribuías a una extraordinaria grabación?
Esa voz era de una joven peregrina que se encontraba sentada en un banco situado en la primera fila, a diez metros frente a la mesa de piedra consagrada.
Flore de Maillard.
Con vestimenta propia de caminar  una media de veinte kilómetros diarios, el pelo rizado y despeinado sobre sus hombros, las palmas de las manos hacia arriba apoyadas sobre sus muslos en posición de rezo y con los pies descalzos, la imagen de esa chica te sobrecogió hasta sentir de nuevo un tremendo escalofrío por todo tu cuerpo. Esta vez te quedaste inmóvil sin poder avanzar un paso más.
Cuando conseguiste reaccionar, te sentaste frente a ella en el primer escalón dejando a tu espalda el sobrio y frío altar. Aquella chica cantaba con los ojos cerrados y en las pausas, entre cántico y cántico, también se mantenía de igual manera, en absoluta concentración, abstraída en el propio ambiente monacal de la iglesia.
Poco tiempo después, en uno de esos intermedios abrió los ojos lentamente y fue cuanto te encontró frente a ella a la misma distancia. La sonrisa que te esbozó para ti significó que no estaba incómoda por haberte sentado delante, a esos escasos diez metros, con el fin de escucharla en el más absoluto recogimiento.
Al cabo de unos minutos, ella sacó un cazo metálico y lo puso a sus pies por si alguien deseaba dejarle alguna propina por la bendición de sus canciones, ya que eso fue lo que sentiste al escucharla, un momento de verdadera felicidad. Un regalo para el alma.
Pasada media hora de oírla cantar y aprovechando otra de sus pausas, se le acercó un compañero para hablar con ella, ocasión que procuraste para ponerte a su lado y esperar tu vez para preguntarle de dónde procedía.
En un tono de voz muy bajo y melódico, casi como un susurro y con acento francés, te dijo que venía caminando desde Francia y que se llamaba Flore, a lo que le replicaste:
-¿Flore, qué más?
-Flore de Maillard.
Respuesta que volviste a alegar, esta vez con mayor admiración y en igual susurro, al expresarle que tiene “un nombre precioso”. Comentario por el que ella te obsequió en silencio con otra dulce sonrisa.
Flore te explicó, en una breve charla, que la razón por la que había salido a hacer el Camino de Santiago fue para encontrar el enfoque que deseaba dar a su vida y, en particular, saber además a qué dedicar sus estudios de canto. Aunque su decisión final no te fue ajena. El rumbo que ella había elegido te conmovió todavía más.
Aquella joven peregrina te confesó que desea utilizar sus conocimientos de música y canto para “sanar con su voz, para ayuda y alivio de todas aquellas personas que lo necesiten". Prueba de esto fue la espiritualidad que Flore te transmitió y percibiste en cada una de sus interpretaciones gracias a la belleza de sus melodías y, sobre todo, a la paz que te infundió al escuchar su voz. La voz de Flore… Flore de Maillard. 
(Dedicado a Ignacio Acuña Castiñeira).
© Copyright 2016

viernes, 8 de abril de 2016

No preguntes por saber que el tiempo te lo dirá

Un libro de estudio de aquella época.
Carmen siempre te sorprendió hasta la última vez que la viste con vida, con 81 años recién cumplidos. Había nacido en el pueblo de Vilaflor de Chasna, en la Isla picuda de Tenerife, "el segundo pueblo más alto de España", como a ella le gustaba recordar.
Allí fue donde inició sus estudios y donde conoció a su primera maestra de escuela de origen gallego, Lina Priegue Priegue, quien le facilitó las alas para el resto de su existencia: enseñarla a leer y a escribir. Poderosas herramientas para defenderse durante toda su vida y perfilar el futuro del único hijo que tuvo.
Sin embargo, el golpe de Estado de julio de 1936 la arrancó de su Chasna natal para trasladarse en el vapor 'el correíllo' La Palma,  junto con sus padres y sus siete hermanos, a Santa María de Guía, en el noroeste de Gran Canaria. Desde entonces nunca más volvió a saber de su maestra gallega, a quien siempre le profesó un cariñoso y silencioso agradecimiento.
Ella jamás te habló de esta historia durante los treinta y un años y medio que viviste en la capital grancanaria, y fue a raíz de irte a vivir a Galicia cuando te reveló este recuerdo que siempre custodió de forma callada.
Es probable que ella presintiese que algo se terminaba, que sería la última vez que podría contarte algo de su vida y quizás esa pudo ser la razón por que la decidió narrarte unos hechos que tiempo después te ayudarían a comprender muchos detalles que para ti siempre pasaron desapercibidos, lo que también motivó que te hicieses un montón de preguntas.
¿Por qué durante treinta y un años junto a ella nunca te habló en tu tierra natal de esa maestra? Una historia de la que no sabías absolutamente nada.
Con todas las ocasiones que fue a verte a Galicia ¿por qué esperó a realizar su último viaje a tierras celtas para desvelarte una de las semblanzas más entrañables que albergaba en su anciana memoria?
Al igual que hacía cada vez que te abría los anales de sus recuerdos, en esta etapa de su vida le tocaba hablarte de ese misterioso personaje, relato al que prestaste tu máxima atención en un silencio casi monacal mientras en tu mente no hacías más que plantearte preguntas, preguntas y más preguntas...
Interrogatorio que en aquella ocasión evitaste hacerle en aplicación de la saeta que tu padre te enseñó cuando, siendo un chinijo, a cada momento lo acribillabas con cualquier cuestión y él te callaba respondiéndote con "no preguntes por saber que el tiempo te lo dirá, que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar".
Sin embargo, pese a la sabia lección de tu padre, no parabas de barrenarte la mente por la curiosidad que la historia te generaba, de la misma manera que siempre hacías con todos los testimonios que Carmen te contaba desde que tuviste uso de razón.
Entre los recuerdos que te contó de "doña Lina", como ella la citaba con absoluto respeto, Carmen destacó el trato amable y cariñoso así como el estímulo que aquella profesora le infundió para amar la lectura y el arte de escribir, lo que a su vez motivó que desde niña mantuviese un interés constante por conocer todo lo habido y por haber.
Días después de hacerte esta confesión, Carmen volvió a sorprenderte con un nuevo gesto. Echó mano del listín telefónico y empezó a buscar el apellido de su maestra en una región que no conocía. Su octogenaria memoria le permitió recordar que doña Lina quizás tuviese familia en Santiago de Compostela, y centró sus pesquisas en los teléfonos de la ciudad compostelana y en los números de Vigo. Hasta que, a base de realizar innumerables e infructuosas llamadas, al final logró dar con los familiares de su profesora.
En principio, que localizara a los parientes de aquella señora lo viste normal. Lo que no te resultó normal fue el poder de convicción de Carmen para convencer a tres sobrinas de doña Lina para citarse con ella e, incluso, que una de las mismas se trasladase en tren desde Santiago de Compostela a Vigo para acudir al encuentro.
No salías de tu asombro al tratar de imaginar cómo tuvo que ser el semblante de las sobrinas de aquella maestra que había fallecido en Vilaflor hacía muchísimos años, incluso antes de tú nacer.
Nueve años después de esa reunión localizaste a las tres señoras que se reunieron con Carmen, pero ellas no lograron darte una explicación sobre cuáles fueron las razones por las que aceptaron la invitación para tomar un café con una desconocida que deseaba rendir un homenaje a la memoria de doña Lina. 
Y en ese instante caíste en el detalle de por qué eres periodista y quién te inculcó el amor a esta profesión en la que, en ocasiones, te has sentido mercenario informativo y, en otras, rebelde sin causa aparente.
Tú te hiciste periodista porque Carmen te lo inculcó a fuego lento, de la misma forma que se prepara un buen potaje de berros en Gran Canaria, con mucha sutileza y buena mano. Así lo hizo durante toda su vida y probablemente de forma inconsciente. Su existencia se centró en contarte las noticias y hablarte de las vicisitudes de la vida, en hacerte ver que el mundo evolucionaba con cualquier acontecimiento. Ella deseaba que siempre estuvieses informado y al tanto de todo para que pudieses hablar y opinar de cualquier tema con el conocimiento preciso. Porque esa es la labor de una madre extraordinaria: inculcar una buena formación humana, moral y académica y estimular la curiosidad y el conocimiento por todo. 
Pues, amigo, de qué manera te inculcó la profesión, porque su deseo también era compartir contigo lo que sucedía en el momento presente. Si de madrugada te levantabas al baño, de vuelta a tu habitación, en la oscuridad del pasillo te llegaba el eco de su voz desde su dormitorio anunciándote, radio en mano, que Indira Gandhi había sido asesinada, "le han pegado siete tiros", concluía su breve anuncio. 
En ese momento no sabías qué hacer, si volver a tu cuarto atravesando la galería oscura en donde de súbito sentías una sensación de abandono a raíz del inesperado impacto de esa noticia o retroceder al baño y permanecer unos minutos más hasta sentirte acompañado por ti mismo.
Vilaflor, Tenerife, en 1977. Foto: J.M. Navlet Rodríguez.
Recuerdos de situaciones similares nunca te faltarán. Con catorce años tuviste la ocasión de conocer a un tío de una de las mejores amigas de tu madre, Arsenio, natural de Cantabria, quien siendo preso republicano había sido condenado a trabajos forzados para la construcción de varias carreteras de Tenerife.
Después de escuchar de viva voz las experiencias de ese extraordinario señor, al regresar a casa, Carmen te alentaba a que redactases tus impresiones mientras desde la cocina te llegaba el olor de uno de los platos que con frecuencia te preparaba para la cena y que para ti significaba un manjar y la mejor manera de cerrar el día. Degustar una tortilla de papas con jamón cocido junto a un vaso de gazpacho
También recuerdas otra ocasión, cuando al regresar a casa te encontraste una nota en el espejo enmarcado en pan de oro, en la cual -al estilo de todas las que te dejaba por si ella no estaba-, te comunicaba el ingreso en la UVI del dirigente Julio Anguita, como si en tu casa el secretario general de Izquierda Unida formase parte de la familia.
La breve misiva acaba de forma significativa con la frivolidad del recordatorio de "compra dos panes", aunque luego pasases de bajar a la panadería no fuese a ser que, al volver y por arte de magia, te encontrases con otro trozo de papel en el que te comunicase el fatal desenlace del líder comunista. Noticia que te podría quitar el hambre de un plumazo y llevarte al consiguiente ayuno innecesario.
La suma de estos recuerdos y de muchos otros, las vivencias de las que Carmen te hacía partícipe y su última búsqueda, el descubrimiento de los familiares gallegos de su primera maestra, significaron el epílogo de la interminable lección 'periodística' que te dio durante toda su vida. Aunque hubo una enseñanza más importante.
Los acontecimientos que te han dañado son los que deben pasar al olvido de tu memoria pero los hechos que han marcado tu existencia y tu felicidad son los que no debes olvidar, y esos son los que debes transmitir y honrar en toda ocasión que se te presente.
Carmen sabía que le tocaba irse, que en breve abandonaría su cuerpo, pero antes deseaba compartir ese recuerdo como agradecimiento y homenaje ante los familiares de esa extraordinaria docente que le había indicado el hilo de la cometa a seguir a lo largo de su vida.
Pocos meses después del encuentro, las tres sobrinas de su mentora gallega recibieron una llamada telefónica que les comunicaba el repentino fallecimiento de esa señora de Canarias, cuyo deseo fue conocerlas para hablarles de los recuerdos que añoraba y que siempre guardó de su primera y adorada maestra.
© Copyright 2016