miércoles, 1 de julio de 2015

Las sombras de un café

Un café puede ser la frontera del Cuarto Mundo.
Es una costumbre que tienes desde que viajas solo: conocer las cafeterías de las plazas de los mercados. Sabes que son uno de los lugares en donde las ciudades inician su despertar. Pero existe la cafetería de un mercado de abastos que no olvidarás en tu vida. Era la primera vez que visitabas ese edificio, con casi un siglo de historia. Al entrar la viste con los hombros y parte de su espalda al descubierto. Era una chica de piel mestiza y pelo negro. No reparaste en nada más de ella salvo en ese detalle. Te dirigiste a la barra y solicitaste un café. Después de contemplar el trasiego de vendedores colocando sus existencias, pagaste y saliste por el extremo opuesto por el que habías accedido.
Días después volviste porque te había gustado ese mercado en donde observaste detalles e imaginabas las fotos que podrías hacer. Y la viste de nuevo sentada en el mismo lugar, como la vez anterior, de espalda a ti y con otro top que delataba su espalda lisa y morena. Te sentaste en la barra y repetiste el ritual de siempre: café, contemplar a los puesteros y echar mano del periódico de la jornada.
Al marcharte hiciste amago de bajarte de la silla redonda y un leve dolor de tu hernia te obligó a mantener la postura a duras penas. En ese instante por detrás escuchas una voz femenina que te dice: "¿Problemas de espalda?".
Acababas de poner cara a la chica de pelo negro a la que solo le veías la espalda cuando entrabas en la cafetería en donde el olor del café y las porras se mezclaba con el de las frutas y verduras de los puestos más cercanos. Le respondes que tienes una hernia que te 'acompaña' desde los veinte años pero que no te da por 'meterle mano' al asunto porque "solo entro en un quirófano cuando la situación es insostenible".
Amanda, que fue como se presentó al tiempo que te extendía su mano derecha para saludarte, te dijo que era fisioterapeuta y, si lo deseabas, podías visitarla en su consulta para asesorarte. Acto seguido cogió una servilleta y anotó un número de móvil toda vez que te advirtió: "Tendrá que ser a partir de 15 o 20 días porque mañana salgo para Barcelona".
Le diste las gracias y guardaste el número sin apenas prestarle interés porque mantienes tu intención de no tratarte esa hernia con la que convives y cuyo dolor forma parte de ti y casi de tu carácter.
No será hasta dos meses después cuando vuelves a esa ciudad y a esa cafetería de ese mercado de abastos. De hecho casi te habías olvidado de ella hasta que entraste de nuevo en el lugar. Y como si el tiempo se hubiese detenido la volviste a ver, sentada en la misma mesa, de espalda a ti pero con un detalle que delataba que algo le había sucedido durante todo ese tiempo. Una tremenda cicatriz en el lado derecho de su espalda, en forma de media luna, cuya punta inferior debía de acabar a la altura de su cintura.
No la molestaste porque la encontraste ensimismada en la lectura del periódico. Tomaste tu café y en ese instante escuchas que te dice "hola, ¿qué tal tu espalda?".
Te vuelves hacia ella, le sonríes y observas sus facciones algo más delgadas. Le respondes que bien, aunque no te lo crees ni tú.
Amanda se despide de ti con unos exquisitos modales que desde el primer momento te llamaron la atención. Te vuelve a dar la mano, te sonríe, al tiempo que te desea que "te vaya bonito".
Tras varios viajes no vuelves a esa ciudad y cuando lo hiciste sí que te acordaste de ella y esta vez fue la razón que te llevó a la cafetería y no las fotos que siempre pospones pesando que tu vida es eterna y que siempre vas a gozar de todo el tiempo que desees y en las mismas circunstancias que vives.
Pero ella no estaba. Ya no se encontraba en su mesa de siempre con su postura habitual con una pierna sobre la rodilla de la otra, mirando hacia el periódico, con su top que mostraba su espalda cicatrizada en forma de paréntesis de su vida, y con los dedos de una mano apoyados sobre la página que leía mostrando siempre su particular interés.
Le preguntaste al dueño del local y te respondió que hace más de un mes y medio que no había vuelto por el lugar y que no sabía cómo se llamaba ni dónde localizarla. Te vas con una extraña sensación que ni tú mismo te explicas. Lo único que recuerdas es su extraordinaria educación e intentas recordar la fecha exacta de la última vez que la viste, porque ese es otro de los problemas que tienes desde que dejaste tu tierra para siempre: el no recordar cuándo suceden las cosas, ni las fechas, ni el tiempo transcurrido desde entonces. Estás en tierra de nadie, amigo. Estás en otro mundo pero muy diferente del que descubrirás semanas después.
Pasan los días y no sabes las razones por las que aumenta tu inquietud sobre qué le habrá sucedido a Amanda, ante lo que optas por buscar el número de móvil que te había anotado en una servilleta y que todavía guardas metido entre las páginas de tu agenda.
La llamas decidido pero no será Amanda quien te conteste sino una hermana que te pregunta quién eres y a la que le respondes -recordando su profesión- "un paciente".
Su respuesta te deja sin aliento, de piedra: "Amanda murió". Había muerto la noche de San Juan. 
Casi sin poder mediar una frase al uso le transmites tu pesar y le preguntas en qué cementerio se encuentra. Su hermana, cuyo nombre no llegaste a conocer, te dice los apellidos de Amanda y el lugar exacto en donde recibió sepultura, así como el rito religioso al que ella se había convertido por decisión personal pocas semanas antes de fallecer.
No será hasta el día siguiente, cuando ya sobrepuesto del impacto de la noticia, coges el coche y te diriges al camposanto que te habían indicado. Al llegar al lugar hay otro detalle que para ti no pasa desapercibido: ¿por qué está enterrada en una fosa común?
Escribiendo en un cementerio cualquiera.
Después de contemplar el entorno del cementerio e intentar resolver un montón de preguntas que te surgen sobre esa chica, al salir, ves a un operario y le preguntas sobre las razones de por qué Amanda está en ese lugar.
El trabajador te pide que le acompañes a una pequeña oficina, que también hace las funciones de cuarto de aperos, en donde saca un par de tomos de color azul mientras te pregunta por los datos y la fecha de fallecida.
La respuesta que recibes te vuelve a dejar de una pieza. "Ella tuvo un entierro de caridad".
Significa que ni ella ni su familia ni nadie de su entorno más inmediato podían costear las exequias. Amanda no tenía ni donde caerse muerta.
La pobreza, ese escondido Cuarto Mundo, viste pantalones vaqueros y top, comparte un comedor social y lleva un teléfono móvil de prepago para no aislarse del mundo, si al mundo le da por interesarse por ella. Sin embargo la gente que la conoce, salvo sus familiares más directos y cercanos, son los que ignoran cuál es su verdadera radiografía social. 
Rara vez llegamos a conocer las penurias que pueden estar sufriendo las personas que a diario saludamos cuando vamos a hacer la compra o a las que nos encontramos a la misma hora en el parque que atravesamos cerca de donde vivimos y con las que compartimos el comentario habitual sobre el tiempo que hace. Y así pasó con esa chica que conociste en aquella cafetería que se interesó por tu salud y te ofreció ayuda desinteresada para paliar tu dolor cuando el dolor de ella era peor que el tuyo y que te sobrepasó con la noticia de su muerte. 
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